La
verdad era un sábado como cualquier otro. Nadie, ni aún el más pesimista,
habría podido dilucidar lo que ocurriría. Todo comenzó como suelen ocurrir esas
desgracias de nuestra vida cotidiana. Con esa pregunta que nos somete a una
intensa reflexión, mas cuando se vive en un país como Venezuela: “¿qué vamos a
hacer hoy?”.
Diversiones
económicas en la tierra de los cuatro tipos de cambio, son difíciles de
conseguir. Entretenimiento seguro en el país de los 24 mil y tantos homicidios
al año, es todavía más complicado. Ir al cine parecía entonces lo más
razonable. Claro, no sospechaba lo que vendría después.
Al
llegar, lo de siempre. Gente que todavía no se acostumbra al hecho de no tener
que verle la cara al cajero y tener una plática amena sobre las novedades del
cine. Sólo una pantalla, un dispensador de tickets y un punto de venta. Todo
muy frío, y al parecer… muy complicado.
Tras
horas de esperar que las únicas dos personas que tenía por delante terminaran
su proceso, me dispuse a seleccionar la película, los asientos y a dar horas de
vuelta por el centro comercial hasta que se hiciera la hora de la función.
Hice
la cola para la compra de las infaltables cotufas, que al final es la razón de
ser de la ida al cine (comer cotufas). Claro, no es tan fácil como lo cuento
acá. Tuve que esperar que, de nuevo, las únicas dos personas que tenía por
delante tuvieran un acalorado debate sobre qué iban a pedir (a pesar de haber
tenido mucho tiempo en cola para decidir).
Comienza la aventura
Armado
y listo, me dirigí a la sala. Había una cola, algo que en la Venezuela actual es muy
común ver. La pregunta era, ¿por qué la cola? Siendo que los puestos están
enumerados, ¿cuál era la necesidad de trasladar ese hábito tan desagradable
(como es hacer cola) a un lugar de entretenimiento como el cine? No hice caso a
la señal, y me dejé llevar al desastre.
Una
vez en la sala tras esperar tranquilamente sentado mientras la gente de la cola
se mataba por entrar a sus puestos perfectamente enumerados, decidí alistarme
para disfrutar de la película. Claro, previo a ver los “previews”.
Bueno
de “previews” poco. Realmente fueron 45 largos e interminables minutos de
comerciales pésimamente elaborados, producción nacional sin lugar a dudas. No
conforme con ello, y a pesar de que todos los boletos tienen los puestos
enumerados, no faltaba la familia de 20 tíos y 300 carajitos que se perdían en
la sala. “Gustavooooooooooo… Gustavoooooooo… Aquíiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii”. No
es que el comercial de El Silbón de Banco Exterior sea algo para deleitarse, pero ¿por
qué subnormal tienes que pegar gritos como una… subnormal?
No
conforme con la muestra de los peores comerciales, cuando parecía que
finalmente había una luz al final del túnel del agobio… no… ahora viene un
video de un grupito caraqueño bastante sobrevalorado.
Está
bien que todo el mundo ama a La Vida Boheme ,
que ganaron un Grammy Petare, Grammy Caricuao… que se yo. Regionalizan tanto
los premios para poder honrar a la mediocridad. En fin… Nunca los había
escuchado porque intuía que no me iban a gustar y efectivamente. Un video tan
mal hecho, como los comerciales que había visto antes. Y la canción… oh, Dios.
Cada nota y cada verso era una patada en un testículo. Fue una tortura de seis
minutos.
Encima
al final ponen hasta los créditos. Me imagino que es para que el tribunal de la
buena música los pueda identificar y acusar por el daño causado a tantas
personas.
Finalmente... la película
Ahora
sí, sin más preámbulos. Llegó la hora de la película. Si no han visto Maléfica,
pueden hacerse un favor y no ir a verlo. Y mis condolencias a los que han
tenido que ver ese intento de… de… la verdad no se que quisieron hacer. No era
del todo infantil, a juzgar por la crisis de una pobre niña de cinco años
sentada unos puestos delante de mí.
No
era tampoco comedia, ni drama, ni romance. Creo que era simplemente mala. Pero
eso era lo de menos. Era una de esas películas que ves con tu pareja para que
luego te deje ver la de Adam Sandler que tampoco cambiará tu vida, pero al
menos algunas risas te echas.
Transcurridos
apenas los primeros minutos van la primera tanda de niños al baño. ¿Qué pasa
con las vejigas de los niños de ahora? ¿Por qué no pueden retener la orina?
Peor todavía, ¿por qué debo enterarme yo, y toda la sala, que tu hijo bestia
tiene que ir al baño?
Detrás,
una abuela que se ve que la última película que vio en cine fue “El Santo y
Blue Demon vs. Drácula y El Hombre Lobo”, comentaba a su nieto todo cuanto
ocurría en la película. “Ahí van para la casa, si…” “Esa es la misma que
aparecía antes chiquita, pero claro… ahí está vieja”. No señora, vieja usted.
Vieja y estúpida. Las películas están tan bien hechas, al menos las
extranjeras, como para no necesitar comentaristas. Y créame, no me interesan
sus comentarios. Tampoco a su nieto, que encontró más divertido destrozarle la
espalda a mi novia con las patadas al asiento.
De
paso, la doña se le comió el chocolate al nieto. Lo cual provocó la ira del
nieto y su reclamo, del cual nos enteramos todos en la sala. La película
avanzaba, pero yo sentía que mi vida se había detenido en una espiral de niños
meones y viejas insolentes.
Como
siempre, en toda sala de cine venezolana, hay “el espontáneo”. Ese que le gusta
soltar un comentario en los pocos momentos de silencio de la multitud, para un
comentario que solamente él cree que es chistoso.
“Jonróoooooooooon”
soltó al momento que Maléfica le daba un garrotazo a alguien (tranquilos, nada
que devele lo horrible de la trama). Por supuesto sus acompañantes, con las
mismas deficiencias intelectuales que él, le siguieron en risas y aplausos ante
tal muestra de creatividad y gracia.
La
película finalmente parecía estar llegando a algo. Tuvo su clímax justo cuando…
llega la segunda tanda de niños al baño. Otra vez los papás resignados, por no
enseñar a sus hijos a apretar fuerte y aguantar “un poquito”, saliendo uno tras
otro. Pasan por delante sin pedir permiso, ni disculpa...Me hizo recordar a la
chica del Metro que indignada decía “¿Qué pretenden? ¿Qué ande pidiendo
disculpas a cada rato?
The End
Decía
Héctor Lavoe, “Todo tiene su final…”. El sufrimiento llegaría a su fin con el
esperado beso de Maléfica que rompió el hechizo de la princesa (jódanse, les
conté el final). Y al irse la pantalla al esperanzador negro, que marcaba los
últimos instantes de la tan prolongada angustia… Aplausos.
Sí,
aplausos. Como si de una obra de teatro o concierto se tratara. Aplausos…
aplausos en un cine. ¿Qué o a quién aplaudían? Porque ciertamente la película,
y las actuaciones en dicha película, dejan bastante que desear. Pero todavía
más allá de pareceres… ¿a quién aplaudían?
En
verdad, ¿en eso nos hemos convertido los venezolanos? Como dije en mi cuenta en
Twitter, ir al cine es una experiencia tan desagradable en mí país, que no se
la deseo ni a mi peor enemigo.
Salí
cansando, triste, decepcionado, robado (porque me bajaron 300 bolos por una
cotufa, dos refrescos y unos tequeños fríos y chiclosos). En fin…
Al
menos ciertamente se cumplió la promesa de la cadena de cines, porque de verdad
fue “mucho más que película”.