Una imagen para recordar "tiempos más simples". |
El sueño anhelado del hombre
desde los albores de la historia, además de procrearse, fue sin duda conquistar
el cielo. Volar cual ave fue siempre una de las aspiraciones de los seres
humanos, y todavía hasta nuestros días, se siguen buscando maneras más eficaces
y novedosas de lograrlo.
Desde los hermanos Wright, la
historia de la aeronáutica está llena de capítulos gloriosos y otros no tanto.
Los vuelos comerciales, que nacen al igual que la aviación a principios del
siglo pasado, merecen su lugar también en este blog. Y es que ¿a quién no le ha
tocado el via crucis que significa viajar en avión en Venezuela?
Todo inicia con el momento mismo
de la elección del destino y la hora fijada para su viaje. De antemano le puedo
decir, no se moleste. Primero porque aunque vivimos escuchando en la calle que “la
vaina está jodida”, o en su defecto “es que estoy pelando bola”, no va a
conseguir vuelo para el día y la hora deseada.
Y cuando cree usted que corrió con
suerte de conseguir el boleto en la forma que usted lo planeó, el vuelo se
retrasará las horas suficientes –ni más ni menos- para que usted pierda esa
cita tan importante que tenía.
¿Por qué? Porque los aviones en
Venezuela más que aviones, son como “carritos por puesto”, pero con aire
(algunos). Los pilotos, verdaderos héroes de nuestros tiempos, “ruletean” el
avión de una ciudad a otra sin descanso para la pobre máquina. Por eso
escuchamos con frecuencia “es que el avión no ha llegado”. Claro, si yo voy
para Santo Domingo del Táchira, y resulta que el avión está en Maturín con
destino Maiquetía.
Pero antes de montarse en el
avión hay todo un proceso de escrutinio previo. La encargada de vender los
boletos, siempre de mala gana, preguntará si tiene “equipaje para facturar”. Si
su respuesta es afirmativa, detrás de la chica estarán listos para abrirle la
maleta en lo que usted la deje. No importa si no lleva nada de valor, le
robarán así sea un par de medias. Creo que lo hacen sólo por el morbo de robar.
Ahí no vale ni candado, ni forrar
la maleta en papel… nada impedirá que sus pertenencias lleguen incompletas a
destino. Eso, en el mejor de los casos. Porque a veces ni llega. Lo mejor sería
llevar equipaje de mano.
En ese caso, le preguntará la
misma señorita mal encarada producto, seguramente, de una insatisfacción
sexual, “señor, ¿lleva algún arma en la maleta?”. ¿Qué clase de pregunta es
esa? Me imagino, que el 11 de septiembre a los terroristas que estrellaron los
aviones ante las Torres Gemelas no les preguntaron eso, y pasó lo que pasó.
Será.
Cuidado con hacer un chiste al
respecto. Porque entonces le caerán encima todos los de la aerolínea… “eso es
delicado señor, con eso no se juega”. Bueno…
Seguimos con el pago de la tasa
de salida. No basta con el medio millón de bolívares que dejamos en el pasaje.
Sino que por “el lujo” que representa usar nuestros bellos y acondicionados
terminales aeroportuarios nos cobran un impuesto, que dependerá de que tan cara
e’ tabla sea el director del mismo.
Momento de pasar por la máquina
de Rayos X. Quítese correa, celular, reloj, sáquese monedas, estampitas de la
Virgen del Valle, bolígrafos Kilométrico, y cuanta vaina crea usted que haga
sonar el aparato. Y luego espere con paciencia a que los abuelitos que van a su
“segunda luna de miel” a Margarita echen el cuento al Guardia Nacional de turno
de la placa de aluminio que tienen en las caderas y que hace sonar el coroto.
Pasado el mal rato, vuelva a
armarse cual Robocop y busque la puerta por la cual NO saldrá su vuelo. Y es
que claro, parte de la aventura de viajar en Venezuela es saber por cuál puerta
saldrá el avión. En aeropuertos con dos o tres puertas, no es tan emocionante
como en Maiquetía donde hay 11, y dos son abajo en un sótano.
Antes de viajar, y como va a
estar mucho rato en el terminal, puede darse gusto recorriendo la variada
oferta gastronómica que se ofrece. La misma va desde arepas recalentadas de al
menos dos días de preparadas, hasta pizzas más duras que el cartón en el que
vienen. Todo esto a precio de Fugu, o de Caviar de Beluga.
Pero si lo suyo es llevar
recuerdos a sus seres queridos, también hay una amplia gama de opciones en
artesanía. Un cuadro de la calle de un pueblo X, con una licorería Y, donde se
ve un tipo Z tomando una Polarcita, cuesta más o menos lo mismo que un Van Gogh
o un Rembrandt.
Arruinado, entre comida y
artesanía, y cansado después de correr con maleta en mano por tres o cuatro
puertas distintas, es la hora de subir al avión. La aeromoza le dará la
bienvenida, y usted creerá que su pesadilla ha terminado.
“Damas y caballeros sijdmogumoesgb{rpbh
lhfilyctr8owytporjhpñrmjtghseiluvhawo9 cvhnptj vvshissofgvhhuildhscfisngiwhis kdlmv
oivjdfojvdo. Por su amable atención, gracias”. Usted no entendió las
instrucciones para los casos de emergencia, pero con entregarse al Señor y
halarse el cabello como harán los demás pasajeros, basta.
Una vez en el aire, y relajado
como puede, entre los “ejecutivos” que hablan a todo gañote y el bebé que
arrancó a llorar desde el despegue, pues es el momento de disfrutar de una
bebida cortesía de la aerolínea que tanta roncha le ha hecho pasar.
Este trago consiste,
primordialmente, en un vaso a rebozar de hielo con gotas de la bebida de su
elección. Las aeromozas han desarrollado un talento natural para hacer que una
botella de litro y medio de Pepsi rinda para 120 pasajeros. Si las juntáramos
con las maestras que “rebanan” las tortas de cumpleaños en las escuelas,
tendríamos las fiestas infantiles más austeras del mundo.
Llegó a destino, sano y salvo. Si
su maleta llegó consigo… ¡Felicidades! Caso contrario, perderá medio día más en
un mostrador de reclamos, donde no le harán ni puto caso. ¿Y sabe la peor
parte? Usted habrá comprado un pasaje ida y vuelta.
¡Feliz viaje!