jueves, 14 de agosto de 2014

Érase una salida al cine


La verdad era un sábado como cualquier otro. Nadie, ni aún el más pesimista, habría podido dilucidar lo que ocurriría. Todo comenzó como suelen ocurrir esas desgracias de nuestra vida cotidiana. Con esa pregunta que nos somete a una intensa reflexión, mas cuando se vive en un país como Venezuela: “¿qué vamos a hacer hoy?”.

Diversiones económicas en la tierra de los cuatro tipos de cambio, son difíciles de conseguir. Entretenimiento seguro en el país de los 24 mil y tantos homicidios al año, es todavía más complicado. Ir al cine parecía entonces lo más razonable. Claro, no sospechaba lo que vendría después.

Al llegar, lo de siempre. Gente que todavía no se acostumbra al hecho de no tener que verle la cara al cajero y tener una plática amena sobre las novedades del cine. Sólo una pantalla, un dispensador de tickets y un punto de venta. Todo muy frío, y al parecer… muy complicado.

Tras horas de esperar que las únicas dos personas que tenía por delante terminaran su proceso, me dispuse a seleccionar la película, los asientos y a dar horas de vuelta por el centro comercial hasta que se hiciera la hora de la función.

Hice la cola para la compra de las infaltables cotufas, que al final es la razón de ser de la ida al cine (comer cotufas). Claro, no es tan fácil como lo cuento acá. Tuve que esperar que, de nuevo, las únicas dos personas que tenía por delante tuvieran un acalorado debate sobre qué iban a pedir (a pesar de haber tenido mucho tiempo en cola para decidir).

Comienza la aventura

Armado y listo, me dirigí a la sala. Había una cola, algo que en la Venezuela actual es muy común ver. La pregunta era, ¿por qué la cola? Siendo que los puestos están enumerados, ¿cuál era la necesidad de trasladar ese hábito tan desagradable (como es hacer cola) a un lugar de entretenimiento como el cine? No hice caso a la señal, y me dejé llevar al desastre.

Una vez en la sala tras esperar tranquilamente sentado mientras la gente de la cola se mataba por entrar a sus puestos perfectamente enumerados, decidí alistarme para disfrutar de la película. Claro, previo a ver los “previews”.

Bueno de “previews” poco. Realmente fueron 45 largos e interminables minutos de comerciales pésimamente elaborados, producción nacional sin lugar a dudas. No conforme con ello, y a pesar de que todos los boletos tienen los puestos enumerados, no faltaba la familia de 20 tíos y 300 carajitos que se perdían en la sala. “Gustavooooooooooo… Gustavoooooooo… Aquíiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii”. No es que el comercial de El Silbón de Banco Exterior sea algo para deleitarse, pero ¿por qué subnormal tienes que pegar gritos como una… subnormal?

No conforme con la muestra de los peores comerciales, cuando parecía que finalmente había una luz al final del túnel del agobio… no… ahora viene un video de un grupito caraqueño bastante sobrevalorado.

Está bien que todo el mundo ama a La Vida Boheme, que ganaron un Grammy Petare, Grammy Caricuao… que se yo. Regionalizan tanto los premios para poder honrar a la mediocridad. En fin… Nunca los había escuchado porque intuía que no me iban a gustar y efectivamente. Un video tan mal hecho, como los comerciales que había visto antes. Y la canción… oh, Dios. Cada nota y cada verso era una patada en un testículo. Fue una tortura de seis minutos.

Encima al final ponen hasta los créditos. Me imagino que es para que el tribunal de la buena música los pueda identificar y acusar por el daño causado a tantas personas.

Finalmente... la película

Ahora sí, sin más preámbulos. Llegó la hora de la película. Si no han visto Maléfica, pueden hacerse un favor y no ir a verlo. Y mis condolencias a los que han tenido que ver ese intento de… de… la verdad no se que quisieron hacer. No era del todo infantil, a juzgar por la crisis de una pobre niña de cinco años sentada unos puestos delante de mí.

No era tampoco comedia, ni drama, ni romance. Creo que era simplemente mala. Pero eso era lo de menos. Era una de esas películas que ves con tu pareja para que luego te deje ver la de Adam Sandler que tampoco cambiará tu vida, pero al menos algunas risas te echas.

Transcurridos apenas los primeros minutos van la primera tanda de niños al baño. ¿Qué pasa con las vejigas de los niños de ahora? ¿Por qué no pueden retener la orina? Peor todavía, ¿por qué debo enterarme yo, y toda la sala, que tu hijo bestia tiene que ir al baño?

Detrás, una abuela que se ve que la última película que vio en cine fue “El Santo y Blue Demon vs. Drácula y El Hombre Lobo”, comentaba a su nieto todo cuanto ocurría en la película. “Ahí van para la casa, si…” “Esa es la misma que aparecía antes chiquita, pero claro… ahí está vieja”. No señora, vieja usted. Vieja y estúpida. Las películas están tan bien hechas, al menos las extranjeras, como para no necesitar comentaristas. Y créame, no me interesan sus comentarios. Tampoco a su nieto, que encontró más divertido destrozarle la espalda a mi novia con las patadas al asiento.
De paso, la doña se le comió el chocolate al nieto. Lo cual provocó la ira del nieto y su reclamo, del cual nos enteramos todos en la sala. La película avanzaba, pero yo sentía que mi vida se había detenido en una espiral de niños meones y viejas insolentes.

Como siempre, en toda sala de cine venezolana, hay “el espontáneo”. Ese que le gusta soltar un comentario en los pocos momentos de silencio de la multitud, para un comentario que solamente él cree que es chistoso.

“Jonróoooooooooon” soltó al momento que Maléfica le daba un garrotazo a alguien (tranquilos, nada que devele lo horrible de la trama). Por supuesto sus acompañantes, con las mismas deficiencias intelectuales que él, le siguieron en risas y aplausos ante tal muestra de creatividad y gracia.

La película finalmente parecía estar llegando a algo. Tuvo su clímax justo cuando… llega la segunda tanda de niños al baño. Otra vez los papás resignados, por no enseñar a sus hijos a apretar fuerte y aguantar “un poquito”, saliendo uno tras otro. Pasan por delante sin pedir permiso, ni disculpa...Me hizo recordar a la chica del Metro que indignada decía “¿Qué pretenden? ¿Qué ande pidiendo disculpas a cada rato?

The End

Decía Héctor Lavoe, “Todo tiene su final…”. El sufrimiento llegaría a su fin con el esperado beso de Maléfica que rompió el hechizo de la princesa (jódanse, les conté el final). Y al irse la pantalla al esperanzador negro, que marcaba los últimos instantes de la tan prolongada angustia… Aplausos.

Sí, aplausos. Como si de una obra de teatro o concierto se tratara. Aplausos… aplausos en un cine. ¿Qué o a quién aplaudían? Porque ciertamente la película, y las actuaciones en dicha película, dejan bastante que desear. Pero todavía más allá de pareceres… ¿a quién aplaudían?

En verdad, ¿en eso nos hemos convertido los venezolanos? Como dije en mi cuenta en Twitter, ir al cine es una experiencia tan desagradable en mí país, que no se la deseo ni a mi peor enemigo.

Salí cansando, triste, decepcionado, robado (porque me bajaron 300 bolos por una cotufa, dos refrescos y unos tequeños fríos y chiclosos). En fin…


Al menos ciertamente se cumplió la promesa de la cadena de cines, porque de verdad fue “mucho más que película”.